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#Times Square por Ramón Moreno

Hay lugares, personas, momentos cuya belleza conmueve. Con cuyo brillo, sabiduría o espontaneidad quisiéramos fundirnos, ser otros. Cerrar los ojos junto a ese río y acompasar la respiración a su ritmo. Hablar por horas, descubrir y ser descubiertos. Resumir la existencia a una carcajada continua, sonora, llena de vida. Lugares, personas, momentos que inspiran.

En Times Square, un día cualquiera, a una hora cualquiera, sucede todo lo contrario. La ordinariez y la deformidad más sublimes se dan cita aquí, donde todo es irritante, excesivo. El número de personas, la cantidad de cámaras, el tamaño de las pantallas, el martilleo de la música, diferente en cada esquina, las sirenas de la policía y de los bomberos que no paran y que le hacen a uno sospechar se encuentra en un performance off-Broadway, porque no es posible que haya tantos crímenes ni tantos incendios uno detrás de otro.

Una obra distópica, angustiante, obscena, un espectáculo de una calidad infame. Los disfraces que reclaman espacio para una foto a cambio de unos dólares son la epifanía del esperpento, propios de asaltantes que aprovecharan la falta de estado de derecho que reina entre bicicletas que se saltan los semáforos, motos que circulan haciendo el mayor ruido posible y estupefacientes a los que se ha venido a añadir la marihuana, cuyo olor persistente adereza el ambiente y soslaya el aliento de los transeúntes beodos, que serán no menos de la mitad de los aquí presentes. No dudo que el King Kong que me busca para una foto se esté fumando un porro dentro de su espaciosa celada.

Las pantallas gigantes muestran a estrellas del deporte, Dioses del Olimpo que los publicistas hábilmente ajustan a la sordidez del escenario retocando las fotos para deshumanizarlas y hacerlas avatares de videojuego. Messi y Mahomes, al fin y al cabo, no son menos emblema que las banderas nacionales que adornan cada esquina de la gran plaza.

Las nacionalidades, razas y religiones que aquí se congregan se pueden contar por decenas. Una Torre de Babel que pudiera propiciar un intercambio maravilloso de pareceres o un enriquecedor encuentro ecuménico, si no fuera porque en pocos metros cuadrados hay distancias kilométricas, transoceánicas. Si no fuera porque todos viven encerrados en la virtualidad, a la que se entregan en cuerpo y alma. Arms lenght es la distancia del selfie. Nadie destaca en Times Square, pero no cabe duda que ahí debe de haber una alta densidad de influencers. Los reconoce uno por los tintes de cabello imposibles, por el maquillaje punk, por el tatuaje en la cara o por la falta de vergüenza, en general. Atributos todos ellos que los convierten, a buen seguro, en sumos sacerdotes de sus respectivas comunidades virtuales.

Ya no es el Times Square de Taxi Driver, pero sí es un lugar en el que el Joker de Joaquín Phoenix pasaría perfectamente desapercibido. Será un lugar menos peligroso que en los 70, con menos riesgo de que te saquen un arma o te ataquen con una jeringuilla. Pero uno podría echar de menos que, por un momento, alguien te mire a los ojos y te dé un empujón acompañado de un excuse me o de un fuck you, motherfucker.

Y pensar que algún día echaremos de menos el Times Square de hoy. Espero que releer esto me vacune contra esa nostalgia.

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