#Algo que quizá no sabías de Troy Aikman
Mi nombre es Kevin Smith. Gané tres Super Bowls como esquinero de los Cowboys en los ’90, pero no estoy aquí para hablar de mí, sino de algo que probablemente no conozcan de uno de mis compañeros de aquella época en Dallas: el mariscal Troy Aikman.
Tal vez no sepan esto, porque él jamás lo hacía público, pero Aikman era el tipo más caritativo de aquel vestidor.
En cierta ocasión escuchó a Al Walker, un asistente de equipamiento, maldecir en el estacionamiento de Valley Ranch porque su viejo auto no arrancaba. A los pocos días, Aikman apareció con un coche recién comprado. Le dio las llaves del resplandeciente vehículo a Walker y le dijo: «Es tuyo, Al. Creo que este arranca bien».
Hacía cosas como esas todo el tiempo. Gestos grandes o pequeños, como haber acudido a la fiesta de nacimiento de la primera hija de Dale Hellestrae.
Hellestrae era nuestro especialista en saques largos, y nadie concurrió al agasajo, al cual el liniero nos había invitado a todos con sumo entusiasmo. Ni siquiera los miembros de equipos especiales, que eran sus amigos más cercanos.
El único de sus más de 50 compañeros que asistió fue Aikman, quien de hecho fue el único varón en el evento, más allá del dueño de casa. Hellestrae no lo podía creer: no sólo había venido a visitarlo uno de los deportistas más famosos del país, sino que el mariscal se quedó allí toda la tarde, entreteniendo amablemente con anécdotas de los Cowboys a las amigas de su esposa.
Hellestrae tuvo un solo compañero en su casa Asimismo, ninguno de los más de 50 compañeros de Michael Irvin asistió a la corte, cuando nuestro receptor abierto enfrentó un juicio por tenencia de drogas y maltrato de mujeres. Sólo Aikman, y lo hizo a pesar de las críticas. Decían que con su presencia avalaba la reprochable conducta de Irvin; pero el mariscal siguió presentándose día tras día, para hacerle saber a su receptor que, si decidía enderezar el camino, había un amigo esperándolo.
Cuando J.P. O’Neill, un niño de 10 años de edad de Austin, Texas, visitó nuestro campamento de entrenamiento en 1994, Aikman fue quien más atención le dedicó. El chico sufría un cáncer en el abdomen y le quedaba pocas semanas de vida. Su padre, Kim O’Neill, al ver la buena disposición de Aikman, le pidió al QB que lanzara un pase de touchdown para su hijo en el primer juego de pretemporada. El mariscal se inclinó hacia el pequeño, que lo miraba atónito desde su silla de ruedas, y le susurró: «Te propongo algo mejor. Anotaré yo mismo un touchdown para ti, y te enviaré el balón».
No era un compromiso fácil de cumplir. Aikman no se destacaba por sus dotes de corredor y, para complicar aún más las cosas, los titulares actúan poco en pretemporada, así que las oportunidades de anotar iban a ser escasas para nuestro QB.
Aikman no lo logró en el primer juego, pero mantuvo su promesa en pie para el segundo. Por el estilo reservado del mariscal, ninguno de nosotros sabía de su pacto con el niño, así que a todos nos tomó por sorpresa lo que hizo en ese segundo partido, frente a los agresivos Raiders.
Fuera del campo, Aikman mantenía un perfil bajoFue el 7 de agosto de 1994, en Texas Stadium, en la primera serie ofensiva y única del juego para Aikman. La jugada ocurrió luego de que el mariscal condujera la marcha desde nuestra yarda 35 hasta la yarda 6 del otro lado. Yo estaba observando desde las laterales, y jamás imaginé lo que estaba a punto suceder. Los entrenadores tampoco.
Incrédulos, vimos a Aikman hacer lo que nadie esperaba. Era una jugada de pase. Aikman retrocedió para lanzar, los receptores salieron en sus rutas, y de pronto el mariscal se echó a correr.
Recuerden: del otro lado estaban los Raiders, quienes siempre se han caracterizado por su violencia en el campo de juego, y además era pretemporada. Nadie arriesga su físico en un juego de exhibición, y mucho menos el QB titular de un equipo que venía de ganar Super Bowls consecutivos en las dos campañas anteriores.
Ante la mirada atónita de compañeros, entrenadores y público, Aikman corrió. Su escasa velocidad hacía parecer que la jugada se desenvolvía en cámara lenta. Su torpeza para desplazarse hacía pensar que nunca lograría el objetivo. Con el último esfuerzo, el mariscal logró cruzar la meta… pero pagó el precio. El profundo Eddie Anderson y los apoyadores Aaron Wallace y Greg Biekert lo golpearon en las piernas, en las costillas y en la cabeza.
Aikman mantuvo el ovoide en su poder y cayó justo en la entrada de la zona de anotación, con tres rivales encima. Los árbitros señalaron touchdown, pero, lejos de celebrar, el estadio enmudeció: el mariscal estaba tendido en el suelo.
No hubo celebración tras el TD, sino preocupaciónIrvin corrió hacia él. «¡Levántate!», le gritó. «¡Levántate, maldita sea!»
Aikman estiró una mano hacia el receptor, y con su ayuda logró incorporarse. Mareado, apoyándose en el hombro de Irvin, el QB regresó a las laterales, donde todos lo mirábamos como diciendo: «¿Qué demonios fue eso?»
Los Raiders respondieron con un pase de touchdown de 34 yardas del mariscal Jeff Hostetler al corredor Tyron Montgomery, y terminamos perdiendo 27-19, básicamente porque los reservas de Hostetler –Vince Evans y Billy Joe Hobert– jugaron mejor que Rodney Peete y Jason Garrett, suplentes de Aikman.
La derrota no importaba. El partido no tenía valor alguno. Lo que sí importaba era que nuestro mariscal, para alivio de todos, se había recuperado tras su zambullida de touchdown. Un touchdown que tampoco tenía valor alguno, excepto para él y para un niño que miraba por televisión desde un hospital.
Dos semanas después, el pequeño J.P. O’Neill murió. Lo enterraron en el Cementerio Restland de Dallas, abrazado al balón que le había enviado Aikman.
Por Gustavo Fillol
Jueves, 19 de abril de 2012.
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